A las siete y cuarto despierto, una noche sin descanso, con pesadillas, soñó con Clarisa. No desayuna, recoge el periódico del buzón y sale a buscar el cansancio por la avenida de Suecia, con las aceras llenas de excrementos caninos porque ha llovido y los guardias de la alcaldesa no madrugan para poner multas a los cretinos paseantes de perros antes de ir a la oficina. En la esquina con Amadeo de Saboya un cura atraviesa el paso de peatones con un niño de la mano que llora, recuerda a Oliver pero estamos en una mañana primaveral de 2009. Los autobuses repletos de adormecidos oficinistas, dependientas, limpiadoras, bancarios, pasan veloces ignorando a Esteban que ya no tiene oficina en la que refugiar su aburrimiento.
Al llegar al cauce del río un hombre de pómulos salientes, pelo corto, rubicundo, alto y fuerte le pregunta con voz ronca y palabras rotas por la estación de autobuses: no está lejos, siga todo arriba y al séptimo puente la verá. Se sienta en un banco cerca de un pino y lee la prensa despacio, con atención. Un retorcijón le empuja a subir por Navarro Reverter, la fuerza de la costumbre no perdona, el café es casi una obligación. En la calle la Paz entra en un café franquicia lleno de marroquíes, allí como si le estuviera esperando toda la vida Fabiano le hace una señal para que se siento a su lado. Se abrazan, después de tantos años, qué alegría. Esteban le pregunta si se ha vuelto a casar, se enteró de la muerte de su segunda pero qué tristeza, morirse en un hotel mientras hacía pilates.
Fabiano se enciende un caliqueño para que no se note las lágrimas que le salen, no no me he vuelto a casar, ya me he decidido a vivir solo, algo que antes no podía soportar, debe de ser cosas de la edad ¿verdad Esteban? Uno se acostumbra con los años, cuando el sexo ya no empuja tanto, cuando los amigos ya se han ido y los hijos han volado, la soledad se vuelve más tolerante, incluso aprendes a reírte sólo cuando ves las memeces de la televisión, ¿verdad Esteban? Y tú aún estás con ... - Si, ni se ha muerto ni nos hemos separado, somos dos buenos compañeros que compartimos piso y mucho más.
Por Santa Catalina, al olor de los churros Esteban recuerda la pesadilla que ha tenido con Clarisa sentada en el sofá, ante la tele, llorando porque aparecía en pantalla una foto fija de su pueblo, sin música, en blanco y negro. El no podía cambiar de canal, golpeando el mando, la pantalla y Clarisa llorando y Estaban cada vez más angustiado.
Al llegar a la biblioteca hay un pequeño alboroto en el mostrador de pedir los libros, una mujer pelirroja, muy seca, esbelta, de unos sesenta años increpa a la bibliotecaria que no le hace caso y espera la llegada del guardia de seguridad:
-Es inaudito, mi marido no puede dormir, lleva varios días muy alterado, en la Universidad no le hacen caso, ya no trabaja, únicamente piensa en acostarse conmigo a todas las horas, pero no duerme, ni hace nada, pasea solitario por las calles en busca de recuerdos para poder cambiarlos cuando me lo cuenta al regresar cuando lo espero todos los días del año para comer con nombres que no conozco de calles que nunca he paseado por ríos que no he navegado y me arranca lagrimones con sus poemas sin sentido como cuando nos conocimos a la sombra de un pino cerca de aquella ermita pobretona que nunca más hemos vuelto a visitar ni Esteban me ha vuelto a nombrar para no sufrir por aquellos bellos revolcones ahora olvidados con olor a pino y tierra de huerta húmeda en aquellos junios de los setenta cuando cogidos de la mano me decía fíjate Clarisa y sufríamos al observar todas las imágenes de El manantial de la doncella y ver el fanatismo de las creencias religiosas en blanco y negro con actores suecos cuando en nuestra ciudad era algo cotidiano pero ahora ya no vamos al cine sólo lee y lee y relee por eso le pido de una vez por todas me entregue de una puñetera vez el Ulises del aquel borracho irlandés y recordará aquel día en Madrid en casa de Antonio cuando me pidió si quería yo decir sí mi flor de la montaña y primero le rodeé con los brazos sí y le atraje encima de mí para que él me pudiera sentir los pechos todos perfume sí y el corazón le corría como loco y sí le dije sí quiero Sí.
(Esta narración nació gracias a la iniciativa, esfuerzo y entusiamo del blog: El lamento de Portnoy )
Al llegar al cauce del río un hombre de pómulos salientes, pelo corto, rubicundo, alto y fuerte le pregunta con voz ronca y palabras rotas por la estación de autobuses: no está lejos, siga todo arriba y al séptimo puente la verá. Se sienta en un banco cerca de un pino y lee la prensa despacio, con atención. Un retorcijón le empuja a subir por Navarro Reverter, la fuerza de la costumbre no perdona, el café es casi una obligación. En la calle la Paz entra en un café franquicia lleno de marroquíes, allí como si le estuviera esperando toda la vida Fabiano le hace una señal para que se siento a su lado. Se abrazan, después de tantos años, qué alegría. Esteban le pregunta si se ha vuelto a casar, se enteró de la muerte de su segunda pero qué tristeza, morirse en un hotel mientras hacía pilates.
Fabiano se enciende un caliqueño para que no se note las lágrimas que le salen, no no me he vuelto a casar, ya me he decidido a vivir solo, algo que antes no podía soportar, debe de ser cosas de la edad ¿verdad Esteban? Uno se acostumbra con los años, cuando el sexo ya no empuja tanto, cuando los amigos ya se han ido y los hijos han volado, la soledad se vuelve más tolerante, incluso aprendes a reírte sólo cuando ves las memeces de la televisión, ¿verdad Esteban? Y tú aún estás con ... - Si, ni se ha muerto ni nos hemos separado, somos dos buenos compañeros que compartimos piso y mucho más.
Por Santa Catalina, al olor de los churros Esteban recuerda la pesadilla que ha tenido con Clarisa sentada en el sofá, ante la tele, llorando porque aparecía en pantalla una foto fija de su pueblo, sin música, en blanco y negro. El no podía cambiar de canal, golpeando el mando, la pantalla y Clarisa llorando y Estaban cada vez más angustiado.
Al llegar a la biblioteca hay un pequeño alboroto en el mostrador de pedir los libros, una mujer pelirroja, muy seca, esbelta, de unos sesenta años increpa a la bibliotecaria que no le hace caso y espera la llegada del guardia de seguridad:
-Es inaudito, mi marido no puede dormir, lleva varios días muy alterado, en la Universidad no le hacen caso, ya no trabaja, únicamente piensa en acostarse conmigo a todas las horas, pero no duerme, ni hace nada, pasea solitario por las calles en busca de recuerdos para poder cambiarlos cuando me lo cuenta al regresar cuando lo espero todos los días del año para comer con nombres que no conozco de calles que nunca he paseado por ríos que no he navegado y me arranca lagrimones con sus poemas sin sentido como cuando nos conocimos a la sombra de un pino cerca de aquella ermita pobretona que nunca más hemos vuelto a visitar ni Esteban me ha vuelto a nombrar para no sufrir por aquellos bellos revolcones ahora olvidados con olor a pino y tierra de huerta húmeda en aquellos junios de los setenta cuando cogidos de la mano me decía fíjate Clarisa y sufríamos al observar todas las imágenes de El manantial de la doncella y ver el fanatismo de las creencias religiosas en blanco y negro con actores suecos cuando en nuestra ciudad era algo cotidiano pero ahora ya no vamos al cine sólo lee y lee y relee por eso le pido de una vez por todas me entregue de una puñetera vez el Ulises del aquel borracho irlandés y recordará aquel día en Madrid en casa de Antonio cuando me pidió si quería yo decir sí mi flor de la montaña y primero le rodeé con los brazos sí y le atraje encima de mí para que él me pudiera sentir los pechos todos perfume sí y el corazón le corría como loco y sí le dije sí quiero Sí.
(Esta narración nació gracias a la iniciativa, esfuerzo y entusiamo del blog: El lamento de Portnoy )
2 comentarios:
Mucha nostalgia ¿No Alfredo? Y tal vez cansancio, pero yo no creo que el tiempo pasado fue mejor. Fue otro tiempo.
Tiene razón Fina... un bloomsday verdaderamente lleno de saudade.
Gracias por tu colaboración
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