Después de ver la película de Stephen Daldry, estos primeros días de primavera y lejos del ruido petardero de las Fallas, he leído algunos relatos de Antón Chejóv. Como si quisiera encontrar en las páginas de sus cuentos la visión de una persona que quiso aunar, compartir, el reconocimiento de los que sufren con sus ganas de vivir o lo que es lo mismo de gozar sin hacer daño.
Los médicos son quizás los profesionales que más cerca trabajan de esa linea invisible que nos rodea a todos los seres humanos, línea por la que transitan todos los mitos, cosmovisiones, ideologías, que permite unirnos a nuestros semejantes, línea tenue que unos ven y que saben descifrarla para relatar su especial dimensión.
Describir esa frontera cotidiana e intrascendente es a lo que aspiran muchos escritores cuando nos relatan las vidas, los momentos o instantes de una biografía anodina pero cercana, con la que podríamos identificarnos aunque esté situada en otra época o en otros textos. Basta pensar que dentro de cada uno de nosotros se oculta un mundo secreto que nadie conoce, que sólo un escritor puede desvelar en parte porque es imposible verlo todo al mismo tiempo, esa parcialidad es lo que hace interesante el relato.
Cuando Gúrov, el protagonista de “La dama del perrito” reflexiona sobre su doble vida, algo natural en la sociedad burguesa del final de siglo XIX, lo ve lógico con el estatus de persona culta:
“ Y de igual modo que su vida juzgaba la de los demás; no creía en lo que veía, y siempre sospechaba que en cada persona la vida auténtica, la más interesante, transcurría bajo el manto del misterio, como bajo el manto de la noche. Toda existencia privada se mantenía en secreto y tal vez era en parte ésa la razón por la que toda persona culta ponía tanto empeño en que se respetara su secreto mundo privado”
Antón Chejóv es el escritor que consiguió describir esa tenue línea oculta e intrascendente, cotidiana, que explica muchas vidas de cualquier época. Su propia vida fue una entrega a muy diversas causas que algunos desdeñosamente consideraron actividades filantrópicas sin grandeza: rescate de perros, mejoría de los jardines, primera clínica dermatológica, impulso de un museo de artes plásticas, envío de libros al isla de Sajalín, escuelas para niños campesinos, pero sin buscar grandes explicaciones a sus actividades sociales, ni religiosas ni políticas, tal vez como dice un personaje de su cuento “El pabellón número 6”: “No hay nada bueno sobre la tierra que en su origen no contenga algo malo” Es esta doble lectura de una misma acción humana, volcada en un relato, lo que un escritor genial sabe imaginar sin esfuerzo y el lector atento como un paseante delicado descubre casi sin darse cuenta.
Antón Chejóv pensaba que el verdadero mal consiste en no desear nada, entregarse a la pasividad; para él la ética de la acción es parecida a la del campesino que en cada estación tiene un trabajo que hacer si no quiere morir de hambre. Algo que está muy presente en sus obras, el paso del tiempo en la naturaleza, los campos, los jardines como expresión de su fe en el trabajo y en la bondad.
Enfermo en muchas ocasiones, la tuberculosis le persiguió toda su vida, murió a los 44 años de edad,. Su cadáver fue trasladado a Rusia en ferrocarril; alguien confundió los bultos en el vagón de carga y colocó en su ataúd un letrero que decía “OSTRAS FRESCAS”. Todo un epitafio para un médico, escritor, que amaba la vida como acción y la bondad como técnica.