11 de noviembre de 2008

La foto que no tomé




Después de comer dimos un paseo a orillas del mar, casi la misma orilla que pintó Van-Gog hace ciento veinte años. En este octubre cálido y alegre, antes de tomar el autobús de regreso, nos paramos en la plaza donde se alza el Hôtel de Ville de Saintes Maries, cerca de la iglesia donde se venera a María Salomé, María Jacobé y Sara (adorada por los gitanos de toda Provenza).

Un grupo de jugadores de petanca hablan y observan los lanzamientos con mucho cuidado. Son cinco hombres y una mujer, todos con cinco o seis decenios manchando sus manos pulcras. Se toman muy en serio su juego occitano, como si el trabajo de limpiar y lanzar las bolas fuera la última tarea de su existencia. Se les ve felices y nos contagian.

Las banderas del balcón del ayuntamiento no se inmutan, la brisa marina apenas consigue trazar un vaivén en los paños de colores. Al lado un carruaje Milord, sin techo tirado por dos caballos negros, con orejeras de ganchillo, espera la llegada de sus viajeros. El cochero jovial vestido de etiqueta, rosa en el ojal, sombrero de copa y látigo flácido también contempla a los jugadores sin perder de vista la terraza del restaurante cercano donde estará terminando el festín de boda.

Se acerca otro grupo de cuatro jugadores y trazan su espacio al lanzar su boliche más allá del primer grupo, cerca de las ruedas del Milord. La placidez de la escena queda arañada por las risas de los novios que posan ante la entrada del ayuntamiento, atentos a las indicaciones de una fotógrafa. Más fotos con los padres y se suben al carruaje.

Las dos partidas de petanca están en un momento,por así decirlo, multitudinario especial, llena la planicie de bolas iguales pero diferentes. Los caballos se ponen en marcha girando el carruaje hasta alejarse dándonos la espalda. Todo el giro de las ocho patas y cuatro ruedas se ha producido sin tocar ni uno bola, ante la mirada expectante de los sencillos jugadores que siguen con su limpieza y cálculos metafísicos.

Todo ha ocurrido sin trascendencia pero el juego de los veteranos petanquistas, el giro del carruaje con su cochero con chistera y la empaquetada alegría de los recién casados ha expresado más que todo un manual de filosofía existencialista.

1 comentario:

* dijo...

Petrusdom: Termino de leer tu entrada. De la palabra inicial al punto final ha pasado tan sólo un instante: “grande como ciel soles”, justo el que captura la cámara que en eso momento no tuviste en las manos. ¡Pero en medio han pasado tantas cosas! Contigo me pasa eso que le pasaba al personaje de Cortázar en “El perseguidor”, sentado en el Metro. Carter, el saxofonista del cuento, está seguro que de una estación a otra los vagones tardan cinco minutos, lo ha verificado,reloj en mano; pero le parece que a veces esos cinco minutos duran una eternidad; otras, un parpadeo. Lo quiere decir y no puede, balbucea: el tiempo no es la línea limpia que encierran los relojes en su trampa circular ni esa tela lisa que los calendarios recortan en cuadrados perfectos, es una baba. Una baba que se expande y contrae, según. Esa pequeña verdad me han venido a recordar tus párrafos.
Un saludo,
Héctor.
P.D. Te invito a que visites mi Fiesta en el jardín